Escher, Budismo y el sí mismo.
Escher, Budismo y el sí mismo.
Christian Herreman
No ha sido fácil encontrar un punto de partida para este trabajo, si bien el juntar a Escher con el budismo y el psicoanálisis fue elección propia. Para poder dar paso a la exposición de las ideas de esta ponencia, permítanseme dos notas aclaratorias: primera que no pretendo agotar el tema, sino más bien señalar algunos puntos de encuentro o “isomorfismos” entre disciplinas como la pintura, la religión y el psicoanálisis. Segunda, puedo decir, que el hilo que sigo para conectar las obras del grabadista holandés con el budismo y el psicoanálisis son las paradojas que en todos se revelan. Para la presente exposición me apoyaré en una obra en particular del budismo, la rueda de la vida, primero, y después en algunos grabados del M. Escher.
Después de la sexualidad, el tema que más aparece en el trabajo de Freud es el de religión. Fue ésta la gran vía de salida del psicoanálisis fuera del consultorio y hacia la cultura en general. El propio Freud así como sus colegas contemporáneos y posteriores se interesaron en las formas en que la gente conseguía, habitualmente, conservar o reestablecer el “equilibrio psíquico”. Al respecto, Freud reconoció tempranamente dos alternativas, una que mantenía en buena estima y otra que, en términos generales, desaprobaba. Se trata del arte y la religión, respectivamente. El primero, decía él, representa la particular forma que tiene la persona (es decir el artista) de manejar la realidad y sus frustraciones mediante la sublimación, expresión última de los mecanismos de defensa, único capaz de descargar por completo y al servicio de la humanidad, los conflictos psíquicos. El segundo, por el contrario, no resolvía la conflictiva, la reprimía, enfrentando la fuerza institucional colectiva a la pulsional individual, manteniendo al sujeto en una dependencia irresoluble.
Hoy reconocemos que las dos posturas antes descritas pueden ser encontradas en cualquier terreno, sea religioso o artístico. Así como podemos reconocer rigidez en un ritual religioso, podemos encontrar también en la práctica artística una férrea ortodoxia. Del mismo modo, podemos ver la misma plasticidad y creatividad tanto en una improvisación de John Coltrane como en la pequeña misa solemne, de Verdi.
Lo que separa a uno de otro, desde la perspectiva del presente trabajo, es la capacidad de juego y la relación que éste tiene con la paradoja y la capacidad de tolerar estados mentales múltiples, polivalentes e inciertos. Esta multiplicidad de estados mentales, en un principio confusa y amenazante, tiene que ser “ordenada” o “regulada” y el ser humano no tiene la capacidad de hacerlo por sí mismo, requiere de un otro que le asista. Desde el psicoanálisis reconocemos a este otro como la madre o el cuidador quien cumple dichas funciones, incluyendo la de facilitarle al bebé la asimilación de dicha capacidad. . La madre, sin embargo, no será recordada como tal, sino como un proceso de ser asistido, inscrito en la memoria del sujeto, si bien como un evento emocional más que una representación cognitiva que suele recrearse mediante experiencias que llamamos místicas, cumbre u oceánicas. Estas experiencias ampliamente descritas por Rudolf Otto, se caracterizan por poseer una extraña familiaridad, una sensación omniabarcante o de comunión con el todo y del borramiento de la demarcación entre el sujeto que observa y el objeto observado. Los objetos que permiten dicha relación, suelen ser reverenciados y llamados, por la experiencia que facilitan, objetos sagrados.
Algunas obras artísticas, sean una pintura, una escultura o una pieza musical, pueden ser tomadas como circuitos o terrenos que facilitan o invitan a la restauración de la fluidez entre el afuera y el adentro, a la multiplicidad de puntos de vista que hace posible la descentración del sí mismo con el juego. Nuestra primera imagen nos ofrece un modelo de la mente, experimentada como una unidad coherente, pero compuesta en realidad por múltiples niveles que actúan simultáneamente, influenciándose en ocasiones e ignorándose e otras. Se le conoce como la rueda de la vida o del samsara.
La rueda muestra los seis estadíos por los que los seres sensibles atraviesan a lo largo de sus múltiples reencarnaciones. Los universos se presentan como un mandala, una forma equilibrada que suele estar sostenida por Yama, el dios de la muerte. La representación de los niveles representa el nivel humano, el de los animales, el infernal, el de los pretas o fantasmas hambrientos, el nivel de los asuras o titanes y por último el nivel divino. Sin profundizar en la riquísima simbología que encontramos en cada rueda, resaltemos la presencia del bodhisattva que aparece en cada uno de los niveles. Su función específica es recordar la oportunidad implícita de cada ser humano: la de encontrar por medio de los elementos que señala, la posibilidad de liberación. La rueda suele usarse para enseñar el concepto de karma o ley causal, en la que cada acción conlleva a una consecuencia, sea en esta vida o en la que sigue. Así, el lastimar a otros, contribuye al renacimiento en el nivel infernal, mientras que las acciones generosas fomentan reencarnaciones benévolas, como las del nivel divino.
Podemos proponer como idea medular de la rueda que mientras sea el odio, la avaricia y la ignorancia (representadas al centro de la rueda por la serpiente, el gallo y el cerdo, respectivamente) lo que mueva a las personas, permanecerán ajenos a su naturaleza búdica, ignorando lo transitorio y lo insustancial de la naturaleza de nuestro mundo y atados a la rueda.
Sin embargo, los aspectos más atractivos que nos presenta la obra de arte, es que la causas mismas del sufrimiento, son, simultáneamente, los medios de liberación. Lo que determina que un evento sea fuente de sufrimiento o un medio para la liberación es nuestra actitud, es decir, nuestros patrones de apego y deseo así como el temor de conocernos a nosotros mismos. La rueda no atribuye a cada persona un lugar único en determinado nivel. Éstos representan patrones de relación con los demás y con nosotros mismos, y todos operan todo el tiempo y simultáneamente, si bien podemos reconocer la supremacía de uno de ellos sobre los demás.
Freud y el psicoanálisis tradicional exploraron a profundidad las conflictivas que emergen de las pasiones del nivel animal así como el carácter infernal de la vida paranoide. También reconocemos en el nivel de los fantasmas hambrientos el anhelo insuperable de los estados depresivos. Más tarde, conforme ganamos conocimiento de las diferentes organizaciones mentales, entendimos mejor el resto de los niveles: la psicología transpersonal enfatizó la importancia de las experiencias cumbre del nivel divino, mientras los enfoques cognitivos profundizaban en el nivel competitivo de los titanes. El nivel humano, con sus actuales debates sobre identidad es foco de atención de muchas escuelas enfocadas al narcisismo y la subjetividad. Una primera paradoja que nos permite abordar la rueda del samsara, es reconocer los múltiples aspectos que conforman nuestra ilusoria unidad. Y en especial, los aspectos menos tolerados de nuestro universo psíquico, aquellos que, la ser rechazados y desconocidos, terminan por convertirse un el sufrimiento familiar y directivo en nuestras vidas, llamémoslo karma o destino.
Para quienes su agresión y ansiedad se vuelven verdaderas torturas, es decir, funcionan básicamente desde huing, el nivel paranoide-infernal, el bodhisattva de compasión aparece a veces con un espejo o un flama purificadora. Dicho espejo, como mencionamos en un principio, permite al sufriente reconocer como propios las emociones que se perciben como provenientes del exterior. Una vez reconocidas y toleradas, la fuerza de dichas emociones agresivas deja de actuar en contra del sujeto y queda a su servicio.
El siguiente nivel, pe, el animal, se caracteriza por lo instintual, por la gratificación instantánea e irreflexiva de nuestras demandas orgánicas. Para la cosmología tibetana, es característico de este nivel la estupidez. El bodhisattva aparece aquí con un libro, que representa la capacidad reflexiva, de lenguaje y demora como alternativa a la descarga inmediata. Este nivel nos recuerda que la felicidad / placer es algo transitorio, imposible de perpetuar a través de lo sensorial, y quien escoja dicho camino estará destinado a la insatisfacción. Si bien la forma en la que vemos la sexualidad hoy ha cambiado mucho respecto a los tiempos de Freud, su inserción en la rueda sigue siendo complicada.
Cuando anhelamos tiempos pasados y cuando nos atormentamos por deseos irrealizables es probable que estemos funcionando desde me, el nivel de los fantasmas hambrientos. Cuando alguien vive con un vacío imposible de llenar, funciona como los seres de este nivel, quienes se rehúsan a “soltar” el pasado. Sus cuellos delgados les impiden tragar la comida sin lastimarse, lo que equivale a su incapacidad de disfrutar los pequeños placeres que nos dan sentido en el día a día, por anhelar una gratificación pretérita. El bodhisatva aparece aquí con nutrientes, pero no materiales, error común en el que incurren los fantasmas, ya que éstos no hacen mas que mantener el sentimiento de vacío. Sólo la capacidad introspectiva del autoconocimiento puede aliviar el sufrimiento producido por anhelos no reconocidos.
En la cosmología budista, el nivel divino, om, es representado por seres entregados a los placeres más sofisticados y sublimes. Los dioses encarnan cuerpos que no enferman, que se deleitan con música y habitan versiones extendidas de lo que llamamos éxtasis. Dichas experiencias, con todo su potencial creativo son, igualmente seductoras. En este nivel, el bodhisattva aparece con un instrumento musical, recordándonos que dichos estados, tan placenteros como se experimentan, son, como la música, transitorios. Este nivel es el responsable de que podamos “dejarnos ir” al escuchar una sinfonía o conmovernos con una película sin que ello signifique que “perdimos el control”.
En seguida tenemos a mane, el nivel de los titanes o dioses celosos, que frecuentemente aparece junto al árbol del deseo, cuyos frutos son objeto de pelea entre ellos. Representantes de la agresión necesaria para la acción, los titanes ejemplifican las maniobras que desembocan en la consecución de objetivos. El hecho de que los titanes se ubiquen en un nivel superior en la rueda rompe con la idea de un budismo pasivo. La acción y las capacidades cognitivas son muy valoradas, ya que son ellas las que hacen posible, entre otras cosas, la meditación. La espada flameante con la que aparece el bodhisattva alude a la alta estima de la acción por sobre los frutos que se obtengan de ésta. Otra forma de leer este nivel, desde el psicoanálisis, consiste en tomar en cuenta los procesos mentales más que su contenido.
Por último llegamos al nivel humano, ni. Si los niveles anteriores son alusivos a formas de desempeñarnos, de hacer las cosas, este nivel representa el sentido último con el que vivimos nuestra vida. Representa nuestro sí mismo. Aquí, el budda de compasión aparece como Sakyamuni, un príncipe del siglo V que vivió como asceta en su búsqueda de identidad y sentido, y es por ello que este nivel apunta al conflicto medular de la rueda: el desconocimiento de nosotros mismos. En palabras de Winnicott: aunque las personas sanas disfrutan el comunicarse con los demás, también es cierto que cada individuo permanece aislado, permanentemente incomunicado, desconocido, de hecho perdido.”
¿Cómo resolver esta vaga sensación de incompletud, de vacío o aislamiento, si es que es posible?
Quizás encontremos una respuesta en las preguntas imposibles o koans, paradojas cuya finalidad es el romper o desmantelar la ilusión que es en parte responsable de dicho sufrimiento. Dicha ilusión, y por lo tanto el sufrimiento que le acompaña, es producto de experimentarnos sólo como separados, diferenciados del resto de lo que no somos y apegados a lo que creemos que somos. Para poder contrarrestar dicha ilusión, es necesario recurrir a la paradoja. He escogido la obra de M. Escher como paradojas visuales que tienen un efecto parecido al de las preguntas o koans dentro de la tradición rinzai.
Hablar de la completud es difícil, ya que el lenguaje mismo nos sitúa fuera de lo aludido, fuera de la completud de la que hablamos. “Yo estoy completo” es una paradoja en el sentido de que el sujeto, yo, se separa del objeto, de una “completud” que no lo incluye.
Sabios como Prajna paramita, sugieren que “sólo cuando el ver implica no ver es que realmente vemos”. ¿Cómo encontrarle sentido a tan aparente contradicción? Comencemos por reconocer que en su sugerencia incluye mas no diferencia al objeto, ya que ver es algo que hace el sujeto, pero al mismo tiempo es diferente a sí mismo. Este primer paso podemos considerarlo una paradoja óntica, en el sentido de que lo que se ve violado es la relación causal, más que la diferenciación sujeto – objeto. El siguiente paso que sugiere dicha tradición consiste en aplicar el mismo principio al propio sujeto, es decir una paradoja ontológica. Si en el primer caso X es o X no es, el segundo consiste en afirmar X es no X. El juego paradójico consiste en que si bien la construcción gramatical está bien hecha, la declaración sintáctica no puede respaldar la diferenciación de X. En otras palabras, si bien la frase X es no X consigue diferenciar al sujeto del predicado, al mismo tiempo permanecen inseparables. Lo anterior confunde a nuestra mente consciente precisamente porque ésta tiende a funcionar como un órgano discriminatorio: o es o no es, o está dentro o está afuera, soy o no soy.
¿Cómo puede el yo ser y no ser al mismo tiempo? ¿Cómo puede reflejarse a sí mismo para hablar de sí?
Recordemos que el lenguaje se origina de una fuente pre verbal que continúa operando paralelamente a las funciones verbales, por lo que podemos, al mismo tiempo, hablar de una cosa y hablar desde la cosa misma, o bien, podemos hablar y estar en silencio, escuchándonos, al mismo tiempo. Es esta integración del sonido y el silencio, el dentro y el afuera, el yo y el no yo que la escuela Zen llama Prajna: la completud paradójica de lo infinito y lo finito que nos sugiere la banda de Moebius.
Una forma de materializar esta doble visión es la conjunción de dos puntos de vista, simultáneos y ambiguos que nos ofrece el cubo Necker. Desde una perspectiva cotidiana, es por supuesto imposible ver los dos lados de un cuerpo simultáneamente. Si viéramos un cubo sólido lo veríamos primero de un lado y después del otro y esto es precisamente lo que terminamos haciendo con el cubo Necker, asignándole una perspectiva para después cambiar a la otra. Nos cuesta trabajo tolerar las dos simultáneamente.
La obra Belvedere, de Escher, está dibujada sobre el mismo principio del cubo Necker, y contradice también nuestra experiencia habitual de lo que es un cubo, al juntar dos realidades o perspectivas opuestas que solemos experimentar una a la vez. Lo que quiero subrayar, es que cuando esto sucede experimentamos una extraña y cautivadora fascinación, ya que las columnas parecen hacer lo imposible: pasar a través de ellas mismas. Al ver el grabado desde una perspectiva, algunas columnas aparentan correr por la parte posterior y el resto por la parte anterior, pero, al hacer el “salto” vemos que la ubicación de las columnas ha sido invertida. Esto ocurre mientras prevalezca la polarización convencional que nos indica que o bien las columnas están adentro o bien afuera, pero nunca adentro y afuera al mismo tiempo. Con este dibujo, Escher nos disloca, simbólicamente, de la división que separa el adentro y el afuera. Lo que experimentamos es la mutua penetración de perspectivas de manera tal que tanto el espacio como el tiempo dejan de operar de forma convencional, en términos dicotómicos.
Cabe mencionar que las diferencias en ningún momento son negadas: un nivel es perpendicular respecto al otro, sin embargo, una realidad más compleja los abarca a ambos. Podemos llamar paradójica la experiencia que expresa la obra de Escher, a través de la cual, uno puede tener una percepción concreta de cómo el yo y el no yo, sujeto y objeto pueden encontrarse opuestos y, al mismo tiempo, ser lo mismo.
¿Puede este grabado decirnos algo de las experiencias pico donde también hay una experiencia paralela de separación y unión? ¿Podemos recrear, a través de ciertas obras de arte, nuestra emergencia ontológica? ¿Cómo se relaciona lo anterior con los estados mentales representados en la rueda del samsara?
Para poder tolerar la ambigüedad y la incertidumbre de dichas experiencias, debemos de ser capaces de jugar. El juego, para el psicoanálisis, si bien es cosa de niños, también es de adultos y es cosa seria. El juego, el arte, la religión y la ciencia emergen de un espacio intermedio entre el bebé y su cuidador, llamado transicional. Si todo va bien, el bebé experimentará la confianza de ubicarse “fuera de sí”, primero en la madre, lo que llamamos espejeo y luego en un objeto intermedio, que sustituya a la madre y permita al bebé una creciente independencia respecto a ella. Los llamados fenómenos transicionales tienen como finalidad el mantener separados pero en continua comunicación el adentro con el afuera, enriqueciendo tanto el mundo interno como el externo y dándoles sentido a ambos. Las cosas salen mal cuando, por diversas razones, el juego se inhibe y la comunicación entre los dos mundos se interrumpe. Entonces las cosas sólo pueden tener lecturas monovalentes y el juego se torna un régimen totalitario. Para quien sí puede jugar, esta demarcación se desdibuja en la intersubjetividad y en la cultura en general.
Este terreno transicional permite la circulación del sujeto al objeto y de regreso al primero en un circuito semejante al uroboro. Sabemos, gracias al fenómeno llamado transferencia, que siempre estamos viendo – nos fuera de nosotros mismos. La realidad que percibimos está siempre coloreada y e inyectada por nuestro mundo interno y es mucho lo que tramitamos fuera de nosotros mismos para poder, eventualmente, asimilarlo. Sin embargo hay objetos y situaciones que inducen en nosotros una experiencia fuera de lo común: no se acogen del todo a la lógica del yo consciente y exigen de quien las ve ir más lejos. Tal es el caso de la rueda del samsara y sus múltiples niveles o bien las contradicciones integradas de los grabados de Escher. Para poder “verlas” tenemos que recurrir a formas lúdicas (transicionales) de percepción. David Dohm lo llama pensamiento propioceptivo, ya que para que tenga sentido, la obra debe ser vista no sólo como un objeto externo, sino como un objeto que es, al mismo tiempo, parte del sujeto, ya que la lógica a la que conduce la obra no es compatible con la que mantiene la demarcación dentro - fuera. De esta forma, las obras antes mencionadas pueden restaurar el significado original de la palabra griega sumbolon: como una pieza o moneda capaz de partirse por la mitad y encajarse de nuevo para fines de identificación. Es decir que las dos partes eran necesarias para darle sentido a algo que las incluía a las dos. ¿Son dos o son uno? ¿Suben o bajan? Como diría un monje Zen: ni si ni no, ni todo lo contrario... en fin no es más que un juego. Muchas gracias.
Christian Herreman
No ha sido fácil encontrar un punto de partida para este trabajo, si bien el juntar a Escher con el budismo y el psicoanálisis fue elección propia. Para poder dar paso a la exposición de las ideas de esta ponencia, permítanseme dos notas aclaratorias: primera que no pretendo agotar el tema, sino más bien señalar algunos puntos de encuentro o “isomorfismos” entre disciplinas como la pintura, la religión y el psicoanálisis. Segunda, puedo decir, que el hilo que sigo para conectar las obras del grabadista holandés con el budismo y el psicoanálisis son las paradojas que en todos se revelan. Para la presente exposición me apoyaré en una obra en particular del budismo, la rueda de la vida, primero, y después en algunos grabados del M. Escher.
Después de la sexualidad, el tema que más aparece en el trabajo de Freud es el de religión. Fue ésta la gran vía de salida del psicoanálisis fuera del consultorio y hacia la cultura en general. El propio Freud así como sus colegas contemporáneos y posteriores se interesaron en las formas en que la gente conseguía, habitualmente, conservar o reestablecer el “equilibrio psíquico”. Al respecto, Freud reconoció tempranamente dos alternativas, una que mantenía en buena estima y otra que, en términos generales, desaprobaba. Se trata del arte y la religión, respectivamente. El primero, decía él, representa la particular forma que tiene la persona (es decir el artista) de manejar la realidad y sus frustraciones mediante la sublimación, expresión última de los mecanismos de defensa, único capaz de descargar por completo y al servicio de la humanidad, los conflictos psíquicos. El segundo, por el contrario, no resolvía la conflictiva, la reprimía, enfrentando la fuerza institucional colectiva a la pulsional individual, manteniendo al sujeto en una dependencia irresoluble.
Hoy reconocemos que las dos posturas antes descritas pueden ser encontradas en cualquier terreno, sea religioso o artístico. Así como podemos reconocer rigidez en un ritual religioso, podemos encontrar también en la práctica artística una férrea ortodoxia. Del mismo modo, podemos ver la misma plasticidad y creatividad tanto en una improvisación de John Coltrane como en la pequeña misa solemne, de Verdi.
Lo que separa a uno de otro, desde la perspectiva del presente trabajo, es la capacidad de juego y la relación que éste tiene con la paradoja y la capacidad de tolerar estados mentales múltiples, polivalentes e inciertos. Esta multiplicidad de estados mentales, en un principio confusa y amenazante, tiene que ser “ordenada” o “regulada” y el ser humano no tiene la capacidad de hacerlo por sí mismo, requiere de un otro que le asista. Desde el psicoanálisis reconocemos a este otro como la madre o el cuidador quien cumple dichas funciones, incluyendo la de facilitarle al bebé la asimilación de dicha capacidad. . La madre, sin embargo, no será recordada como tal, sino como un proceso de ser asistido, inscrito en la memoria del sujeto, si bien como un evento emocional más que una representación cognitiva que suele recrearse mediante experiencias que llamamos místicas, cumbre u oceánicas. Estas experiencias ampliamente descritas por Rudolf Otto, se caracterizan por poseer una extraña familiaridad, una sensación omniabarcante o de comunión con el todo y del borramiento de la demarcación entre el sujeto que observa y el objeto observado. Los objetos que permiten dicha relación, suelen ser reverenciados y llamados, por la experiencia que facilitan, objetos sagrados.
Algunas obras artísticas, sean una pintura, una escultura o una pieza musical, pueden ser tomadas como circuitos o terrenos que facilitan o invitan a la restauración de la fluidez entre el afuera y el adentro, a la multiplicidad de puntos de vista que hace posible la descentración del sí mismo con el juego. Nuestra primera imagen nos ofrece un modelo de la mente, experimentada como una unidad coherente, pero compuesta en realidad por múltiples niveles que actúan simultáneamente, influenciándose en ocasiones e ignorándose e otras. Se le conoce como la rueda de la vida o del samsara.
La rueda muestra los seis estadíos por los que los seres sensibles atraviesan a lo largo de sus múltiples reencarnaciones. Los universos se presentan como un mandala, una forma equilibrada que suele estar sostenida por Yama, el dios de la muerte. La representación de los niveles representa el nivel humano, el de los animales, el infernal, el de los pretas o fantasmas hambrientos, el nivel de los asuras o titanes y por último el nivel divino. Sin profundizar en la riquísima simbología que encontramos en cada rueda, resaltemos la presencia del bodhisattva que aparece en cada uno de los niveles. Su función específica es recordar la oportunidad implícita de cada ser humano: la de encontrar por medio de los elementos que señala, la posibilidad de liberación. La rueda suele usarse para enseñar el concepto de karma o ley causal, en la que cada acción conlleva a una consecuencia, sea en esta vida o en la que sigue. Así, el lastimar a otros, contribuye al renacimiento en el nivel infernal, mientras que las acciones generosas fomentan reencarnaciones benévolas, como las del nivel divino.
Podemos proponer como idea medular de la rueda que mientras sea el odio, la avaricia y la ignorancia (representadas al centro de la rueda por la serpiente, el gallo y el cerdo, respectivamente) lo que mueva a las personas, permanecerán ajenos a su naturaleza búdica, ignorando lo transitorio y lo insustancial de la naturaleza de nuestro mundo y atados a la rueda.
Sin embargo, los aspectos más atractivos que nos presenta la obra de arte, es que la causas mismas del sufrimiento, son, simultáneamente, los medios de liberación. Lo que determina que un evento sea fuente de sufrimiento o un medio para la liberación es nuestra actitud, es decir, nuestros patrones de apego y deseo así como el temor de conocernos a nosotros mismos. La rueda no atribuye a cada persona un lugar único en determinado nivel. Éstos representan patrones de relación con los demás y con nosotros mismos, y todos operan todo el tiempo y simultáneamente, si bien podemos reconocer la supremacía de uno de ellos sobre los demás.
Freud y el psicoanálisis tradicional exploraron a profundidad las conflictivas que emergen de las pasiones del nivel animal así como el carácter infernal de la vida paranoide. También reconocemos en el nivel de los fantasmas hambrientos el anhelo insuperable de los estados depresivos. Más tarde, conforme ganamos conocimiento de las diferentes organizaciones mentales, entendimos mejor el resto de los niveles: la psicología transpersonal enfatizó la importancia de las experiencias cumbre del nivel divino, mientras los enfoques cognitivos profundizaban en el nivel competitivo de los titanes. El nivel humano, con sus actuales debates sobre identidad es foco de atención de muchas escuelas enfocadas al narcisismo y la subjetividad. Una primera paradoja que nos permite abordar la rueda del samsara, es reconocer los múltiples aspectos que conforman nuestra ilusoria unidad. Y en especial, los aspectos menos tolerados de nuestro universo psíquico, aquellos que, la ser rechazados y desconocidos, terminan por convertirse un el sufrimiento familiar y directivo en nuestras vidas, llamémoslo karma o destino.
Para quienes su agresión y ansiedad se vuelven verdaderas torturas, es decir, funcionan básicamente desde huing, el nivel paranoide-infernal, el bodhisattva de compasión aparece a veces con un espejo o un flama purificadora. Dicho espejo, como mencionamos en un principio, permite al sufriente reconocer como propios las emociones que se perciben como provenientes del exterior. Una vez reconocidas y toleradas, la fuerza de dichas emociones agresivas deja de actuar en contra del sujeto y queda a su servicio.
El siguiente nivel, pe, el animal, se caracteriza por lo instintual, por la gratificación instantánea e irreflexiva de nuestras demandas orgánicas. Para la cosmología tibetana, es característico de este nivel la estupidez. El bodhisattva aparece aquí con un libro, que representa la capacidad reflexiva, de lenguaje y demora como alternativa a la descarga inmediata. Este nivel nos recuerda que la felicidad / placer es algo transitorio, imposible de perpetuar a través de lo sensorial, y quien escoja dicho camino estará destinado a la insatisfacción. Si bien la forma en la que vemos la sexualidad hoy ha cambiado mucho respecto a los tiempos de Freud, su inserción en la rueda sigue siendo complicada.
Cuando anhelamos tiempos pasados y cuando nos atormentamos por deseos irrealizables es probable que estemos funcionando desde me, el nivel de los fantasmas hambrientos. Cuando alguien vive con un vacío imposible de llenar, funciona como los seres de este nivel, quienes se rehúsan a “soltar” el pasado. Sus cuellos delgados les impiden tragar la comida sin lastimarse, lo que equivale a su incapacidad de disfrutar los pequeños placeres que nos dan sentido en el día a día, por anhelar una gratificación pretérita. El bodhisatva aparece aquí con nutrientes, pero no materiales, error común en el que incurren los fantasmas, ya que éstos no hacen mas que mantener el sentimiento de vacío. Sólo la capacidad introspectiva del autoconocimiento puede aliviar el sufrimiento producido por anhelos no reconocidos.
En la cosmología budista, el nivel divino, om, es representado por seres entregados a los placeres más sofisticados y sublimes. Los dioses encarnan cuerpos que no enferman, que se deleitan con música y habitan versiones extendidas de lo que llamamos éxtasis. Dichas experiencias, con todo su potencial creativo son, igualmente seductoras. En este nivel, el bodhisattva aparece con un instrumento musical, recordándonos que dichos estados, tan placenteros como se experimentan, son, como la música, transitorios. Este nivel es el responsable de que podamos “dejarnos ir” al escuchar una sinfonía o conmovernos con una película sin que ello signifique que “perdimos el control”.
En seguida tenemos a mane, el nivel de los titanes o dioses celosos, que frecuentemente aparece junto al árbol del deseo, cuyos frutos son objeto de pelea entre ellos. Representantes de la agresión necesaria para la acción, los titanes ejemplifican las maniobras que desembocan en la consecución de objetivos. El hecho de que los titanes se ubiquen en un nivel superior en la rueda rompe con la idea de un budismo pasivo. La acción y las capacidades cognitivas son muy valoradas, ya que son ellas las que hacen posible, entre otras cosas, la meditación. La espada flameante con la que aparece el bodhisattva alude a la alta estima de la acción por sobre los frutos que se obtengan de ésta. Otra forma de leer este nivel, desde el psicoanálisis, consiste en tomar en cuenta los procesos mentales más que su contenido.
Por último llegamos al nivel humano, ni. Si los niveles anteriores son alusivos a formas de desempeñarnos, de hacer las cosas, este nivel representa el sentido último con el que vivimos nuestra vida. Representa nuestro sí mismo. Aquí, el budda de compasión aparece como Sakyamuni, un príncipe del siglo V que vivió como asceta en su búsqueda de identidad y sentido, y es por ello que este nivel apunta al conflicto medular de la rueda: el desconocimiento de nosotros mismos. En palabras de Winnicott: aunque las personas sanas disfrutan el comunicarse con los demás, también es cierto que cada individuo permanece aislado, permanentemente incomunicado, desconocido, de hecho perdido.”
¿Cómo resolver esta vaga sensación de incompletud, de vacío o aislamiento, si es que es posible?
Quizás encontremos una respuesta en las preguntas imposibles o koans, paradojas cuya finalidad es el romper o desmantelar la ilusión que es en parte responsable de dicho sufrimiento. Dicha ilusión, y por lo tanto el sufrimiento que le acompaña, es producto de experimentarnos sólo como separados, diferenciados del resto de lo que no somos y apegados a lo que creemos que somos. Para poder contrarrestar dicha ilusión, es necesario recurrir a la paradoja. He escogido la obra de M. Escher como paradojas visuales que tienen un efecto parecido al de las preguntas o koans dentro de la tradición rinzai.
Hablar de la completud es difícil, ya que el lenguaje mismo nos sitúa fuera de lo aludido, fuera de la completud de la que hablamos. “Yo estoy completo” es una paradoja en el sentido de que el sujeto, yo, se separa del objeto, de una “completud” que no lo incluye.
Sabios como Prajna paramita, sugieren que “sólo cuando el ver implica no ver es que realmente vemos”. ¿Cómo encontrarle sentido a tan aparente contradicción? Comencemos por reconocer que en su sugerencia incluye mas no diferencia al objeto, ya que ver es algo que hace el sujeto, pero al mismo tiempo es diferente a sí mismo. Este primer paso podemos considerarlo una paradoja óntica, en el sentido de que lo que se ve violado es la relación causal, más que la diferenciación sujeto – objeto. El siguiente paso que sugiere dicha tradición consiste en aplicar el mismo principio al propio sujeto, es decir una paradoja ontológica. Si en el primer caso X es o X no es, el segundo consiste en afirmar X es no X. El juego paradójico consiste en que si bien la construcción gramatical está bien hecha, la declaración sintáctica no puede respaldar la diferenciación de X. En otras palabras, si bien la frase X es no X consigue diferenciar al sujeto del predicado, al mismo tiempo permanecen inseparables. Lo anterior confunde a nuestra mente consciente precisamente porque ésta tiende a funcionar como un órgano discriminatorio: o es o no es, o está dentro o está afuera, soy o no soy.
¿Cómo puede el yo ser y no ser al mismo tiempo? ¿Cómo puede reflejarse a sí mismo para hablar de sí?
Recordemos que el lenguaje se origina de una fuente pre verbal que continúa operando paralelamente a las funciones verbales, por lo que podemos, al mismo tiempo, hablar de una cosa y hablar desde la cosa misma, o bien, podemos hablar y estar en silencio, escuchándonos, al mismo tiempo. Es esta integración del sonido y el silencio, el dentro y el afuera, el yo y el no yo que la escuela Zen llama Prajna: la completud paradójica de lo infinito y lo finito que nos sugiere la banda de Moebius.
Una forma de materializar esta doble visión es la conjunción de dos puntos de vista, simultáneos y ambiguos que nos ofrece el cubo Necker. Desde una perspectiva cotidiana, es por supuesto imposible ver los dos lados de un cuerpo simultáneamente. Si viéramos un cubo sólido lo veríamos primero de un lado y después del otro y esto es precisamente lo que terminamos haciendo con el cubo Necker, asignándole una perspectiva para después cambiar a la otra. Nos cuesta trabajo tolerar las dos simultáneamente.
La obra Belvedere, de Escher, está dibujada sobre el mismo principio del cubo Necker, y contradice también nuestra experiencia habitual de lo que es un cubo, al juntar dos realidades o perspectivas opuestas que solemos experimentar una a la vez. Lo que quiero subrayar, es que cuando esto sucede experimentamos una extraña y cautivadora fascinación, ya que las columnas parecen hacer lo imposible: pasar a través de ellas mismas. Al ver el grabado desde una perspectiva, algunas columnas aparentan correr por la parte posterior y el resto por la parte anterior, pero, al hacer el “salto” vemos que la ubicación de las columnas ha sido invertida. Esto ocurre mientras prevalezca la polarización convencional que nos indica que o bien las columnas están adentro o bien afuera, pero nunca adentro y afuera al mismo tiempo. Con este dibujo, Escher nos disloca, simbólicamente, de la división que separa el adentro y el afuera. Lo que experimentamos es la mutua penetración de perspectivas de manera tal que tanto el espacio como el tiempo dejan de operar de forma convencional, en términos dicotómicos.
Cabe mencionar que las diferencias en ningún momento son negadas: un nivel es perpendicular respecto al otro, sin embargo, una realidad más compleja los abarca a ambos. Podemos llamar paradójica la experiencia que expresa la obra de Escher, a través de la cual, uno puede tener una percepción concreta de cómo el yo y el no yo, sujeto y objeto pueden encontrarse opuestos y, al mismo tiempo, ser lo mismo.
¿Puede este grabado decirnos algo de las experiencias pico donde también hay una experiencia paralela de separación y unión? ¿Podemos recrear, a través de ciertas obras de arte, nuestra emergencia ontológica? ¿Cómo se relaciona lo anterior con los estados mentales representados en la rueda del samsara?
Para poder tolerar la ambigüedad y la incertidumbre de dichas experiencias, debemos de ser capaces de jugar. El juego, para el psicoanálisis, si bien es cosa de niños, también es de adultos y es cosa seria. El juego, el arte, la religión y la ciencia emergen de un espacio intermedio entre el bebé y su cuidador, llamado transicional. Si todo va bien, el bebé experimentará la confianza de ubicarse “fuera de sí”, primero en la madre, lo que llamamos espejeo y luego en un objeto intermedio, que sustituya a la madre y permita al bebé una creciente independencia respecto a ella. Los llamados fenómenos transicionales tienen como finalidad el mantener separados pero en continua comunicación el adentro con el afuera, enriqueciendo tanto el mundo interno como el externo y dándoles sentido a ambos. Las cosas salen mal cuando, por diversas razones, el juego se inhibe y la comunicación entre los dos mundos se interrumpe. Entonces las cosas sólo pueden tener lecturas monovalentes y el juego se torna un régimen totalitario. Para quien sí puede jugar, esta demarcación se desdibuja en la intersubjetividad y en la cultura en general.
Este terreno transicional permite la circulación del sujeto al objeto y de regreso al primero en un circuito semejante al uroboro. Sabemos, gracias al fenómeno llamado transferencia, que siempre estamos viendo – nos fuera de nosotros mismos. La realidad que percibimos está siempre coloreada y e inyectada por nuestro mundo interno y es mucho lo que tramitamos fuera de nosotros mismos para poder, eventualmente, asimilarlo. Sin embargo hay objetos y situaciones que inducen en nosotros una experiencia fuera de lo común: no se acogen del todo a la lógica del yo consciente y exigen de quien las ve ir más lejos. Tal es el caso de la rueda del samsara y sus múltiples niveles o bien las contradicciones integradas de los grabados de Escher. Para poder “verlas” tenemos que recurrir a formas lúdicas (transicionales) de percepción. David Dohm lo llama pensamiento propioceptivo, ya que para que tenga sentido, la obra debe ser vista no sólo como un objeto externo, sino como un objeto que es, al mismo tiempo, parte del sujeto, ya que la lógica a la que conduce la obra no es compatible con la que mantiene la demarcación dentro - fuera. De esta forma, las obras antes mencionadas pueden restaurar el significado original de la palabra griega sumbolon: como una pieza o moneda capaz de partirse por la mitad y encajarse de nuevo para fines de identificación. Es decir que las dos partes eran necesarias para darle sentido a algo que las incluía a las dos. ¿Son dos o son uno? ¿Suben o bajan? Como diría un monje Zen: ni si ni no, ni todo lo contrario... en fin no es más que un juego. Muchas gracias.
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